11/12/2008

El tiempo era magnifico para pasear. Pero no lo suficiente para que pasado un rato volviera a preguntarme que demonios hacía andando a lado de aquel megafriqui. Estaba cavilando tan concentrado que no me di cuenta de nuestro destino hasta que nos encontramos delante. Allí estaba, a la entrada de mi antiguo colegio.

¿Qué pintamos aquí?

Ya se que te trae recuerdos, pero para mostrarte lo que quiero necesito a los niños.

Intenté ahuyentar cierta prevención que la mención a los niños despertó, pero la curiosidad me vencía.
Espero que se comporte, porque aquí me conocen. Estaría bueno que veinte años después me volvieran a expulsar.

Cruzamos la puerta, avanzamos por los patios de recreo y llegamos a las puertas de la iglesia. Dentro se oía el órgano. Él empujó una de las hojas y entramos. E iniciamos un viaje en dirección a mi pasado.
Inmediatamente, el pasado me golpeó en la cara. Sin duda, nos encontrábamos en mitad de una confesión general. De vez en cuando, varias veces cada curso, después de la consigna diaria se alteraba la rutina habitual.

Lo normal era comenzar el día con una charla de diez minutos, que, en tono cuartelero, se llamaba consigna. Los temas variaban desde lo sublime hasta el aviso de carácter práctico; como anunciar, que a causa de un accidente, la moda de jugar al robaterrenos se declaraba fuera de la ley. Viéndolo con perspectiva, no podía ser de otra manera. Ningún adulto responsable es feliz ante la perspectiva de que cientos de niños a su cargo, sean portadores de una panoplia de armas blancas, que empezaba con el típico destornillador de bolsillo, y terminaba en machetes "king size" que harían palidecer de envidia al mismísimo Rambo.

Pero el Prefecto de Formación era astuto, de modo que ningún juego, cuyo auge se iniciaba tan misteriosamente como comienzan las modas, estaba prohibido por principio. La regla no escrita era que solo se reprimían si resultaban peligrosos. De esa manera, con mucha gramática parda, los curas evitaban el atractivo de lo prohibido. Así pues, sin excepción, a los pocos días del comienzo de cada campaña; se anunciaba en la consigna que un alumno del curso equis nunca olvidaria el juego del robaterrenos gracias a los quince puntos que había recibido en la pierna. Por lo tanto, y sintiéndolo mucho se declaraba actividad prohibida, y se desplegaba la batería de medidas acostumbrada para asegurar el cumplimiento de la ley seca: entrega voluntaria de los elementos cortantes o punzantes, requisa obligatoria para los recalcitrantes, y amenaza de expulsión fulminante para los que fueran sorprendidos portando el consumado o practicando la actividad delictiva. El hecho de que siempre fuera imposible localizar al idiota que había causado la prohibición, solo me ha hecho sospechar de forma retrospectiva. Cuando preguntábamos a los curas, se escudaban en el deber de proteger la identidad del pobre capullo que le había fastidiado la diversión al resto de sus compañeros. Con eso de decir el pecado pero no el pecador, podían meternosla doblada.

Sin embargo, a veces, la consigna se ocupaba, como ya he dicho, de cuestiones más elevadas. Podía ser el trailer de la conferencia que por la tarde nos daría algún padre recién llegado de misiones. Como trailer era más bien engañoso, ya que viviendo el auge de la teología de la liberación, el tono de la conferencia principal no podía evitar dirigir cierto vitriolo hacia nosotros, los hijos burgueses de un país rico. Sin embargo, como ya digo, en la consigna de la mañana, el artista invitado aparecía todo simpatía, supongo que para asegurarse el lleno de la tarde. ¡Cómo si la asistencia al acto fuera voluntaria!
Pero las más de las veces, la consigna era el monologo de uno de los actores de reparto. A mayor altura en el escalafón, mayor calado y enjundia del tema. Es una pena que acudiéramos igual de dormidos, a las charlas del Padre Rector, un doctorado por la universidad de Berkeley, que a las del Padre Espiritual de los pequeños de la EGB, que se había doctorado en sintonizar con su audiencia infantil. Aunque para hacerle justicia, hubo un día en que resultó bastante más interesante. El padre, seguramente montado a lomos de su propia retórica, fue abandonando progresivamente su acostumbrado tono simplón para culminar la consigna ofreciéndonos precisamente eso, una consigna. Con voz tenebrosa nos enteramos de que “Europa ha abandonado el cristianismo para arrojarse en los brazos del eurocomunismo”.
Ni que decir tiene que segundos después abandonó la escena al estilo de los dibujos animados: sale un bastón desde el lateral, le engancha del cuello, y ¡zas! el personaje hace mutis instantáneo. Un mal día lo tiene cualquiera, pero en terminos generales, la Compañía de Jesús procuraba no proyectar una imagen ultraconservadora.
Pero hoy era uno de esos días en los que al terminar la consigna se anunciaba que en lugar de la habitual opción entre “trabajo personal” y “misa voluntaria”, lo que tocaba era confesión general. Si no querías confesar, podías salir directamente al recreo. Así, sin más. Pues bien, no recuerdo haber acudido a ninguna “misa voluntaria”, pero tampoco recuerdo haber osado saltarme ninguna confesión general. Y eso que me dieron motivos.

Si me preguntan que hechos e influencias pueden dirigir a alguien hacia el ateismo, sin dudar les diré que el surrealismo dadaísta resulta bastante corrosivo para la fe. Y si no, juzguen por ustedes mismos.
Estaba, como ya se imaginan, en una confesión general. El truco era terminar de los primeros para disfrutar del mayor tiempo posible de recreo extra. Como comprenderán, confesar a mil quinientos preadolescentes en una hora suponía un desafió logístico mayúsculo. En realidad, los confesandos no eran mil quinientos, ni mucho menos, porque podías quedarte rezando o meditando durante el tiempo de la confesión general; y eso era lo que hacía la inmensa mayoría. Era la opción prudente: se evitaban los peligros del sacramento, y tambien se evitaba que te ficharan por pasarte de listo y salir al recreo. Como no es dificil adivinar, no había huevos para salir directamente al patio de recreo sin confesar. Sin embargo, si pasabas por la penitencia, y lo hacías de los primeros, entonces si que podías disfrutar del recreo extra con total impunidad. En cualquier caso, los padres requerían refuerzos para hacer frente a la demanda sacramental.
Las amplias instalaciones del colegio incluían una residencia. En plan casa cuartel pero con una Compañía de Jesús en lugar de una compañía de la Guardia Civil. Cuando un fámulo bajaba a la farmacia de la plaza a comprar compresas y pañales desechables, no era, como nuestra maldad de miliciano anarquista quería creer, porque tuvieran barraganas escondidas que les habían dado hijos. La causa de tan improbable pedido era la incontinencia de alguno de los jesuitas ancianos que esperaban el momento de partir hacia la vida perdurable en la residencia. Allí estaban, a diferencia de otros viejos aparcados en asilos, esperando la muerte rodeados de su familia, la Compañía. Esas huestes componían los refuerzos del bando de los confesores. Cuando uno decidía optar por la confesión como el camino más rápido hacia el recreo, que no hacia el cielo, se veía enfrentado a la sublime decisión de elegir la cola del confesionario más adecuado. Era todo un arte.
Porque vamos a ver ¿qué adolescente en su sano juicio le va a contar sus peripecias con el sexto a un tipo que luego es su profe de religión? ¿Le vas a confesar al señor cura que has aprobado con chuletas la química cuando resulta que debajo del clergyman está tu profesor de química? Y en otro orden de cosas, si el confesor te conoce, las confesiones tendían a ser mas largas y concienzudas, ergo la cola iba más lenta, ergo perdías tiempo de recreo. Así pues, en ese día de confesión general, en la cumbre de mi arte, otee el horizonte y rápidamente detecté un confesionario regentado por el confesor ideal: cura anciano, tan desconocido el para mí, como yo para él.

La cola marchaba más ligera que ninguna y pronto me toco el turno.
Ave María Purísima.

Sin pecado concebida.

Hace (calculé mentalmente la fecha de la última confesión general) dos meses que no me he confesado y mis pecados son estos...
Y hasta aquí puedo leer como dicen en los concursos de la tele. No querrán violar el secreto de confesión que es casi tan sagrado como el secreto de sufragio; aunque sea todo mentira. Baste decir que me despaché con una faena de aliño; que si había desobedecido a mis padres, que si había mentido, que si había sentido envidia (mentira, en aquella época no envidiaba a nadie porque como buen hijo único me creía lo que me decían mi madre y mi abuela; a saber, era el más guapo, el más listo y el más todo). Como toque magistral de mi fabricación, me permití el lujo de ponerle una gota de picante al asunto; y como iba sobrao confiando en mi anonimato, concedí que “había tenido pensamientos (que no obras, por favor) impuros”. Y con esto terminaba mi representación. O eso creía yo. El cura salió de su letargo con una energía insospechada.

¿No tienes nada más que confesar?


Oh-oh. Alguien no se está ajustando al libreto. Pero yo era un confesando experimentando, y tiré de repertorio con bastante oficio. Lancé un par de capotazos con los que de seguro saldría del trámite. Pero no, aquel burrisiego cojitranco, resultaba que escondía un morlaco que iba al bulto.
Si, si, pero ¿seguro que no quieres confesarte de algo más?

Eeh...no se Padre, creo que ya lo he confesado todo...

Siendo así, no voy a poder darte la absolución.


Me estaba empezando a poner nervioso. Miraba hacia atrás por el rabillo del ojo, y veía al compañero que estaba esperando su turno señalando su reloj y haciendo muecas. Era evidente que estaba empeorando el tiempo medio por confesión. Todo el mundo se había confesado en un pis-pas, y allí estaba yo, atascado sin absolución. La posibilidad de que el Prefecto de Formación o alguien así se fijara en el numerito, era preocupante. Había que tirar por la calle de en medio. Así que me iba incorporando mientas le decía:

Bueno Padre, yo... de todo corazón, lo siento pero no se que más...


Con firmeza se apoyó en mi hombro. No podía incorporarme. ¡Atrapado! Toda mi hubris se había esfumado. Empezaba a arrepentirme, muy mucho.

Recapacita hijo. Sabes que así no puedo absolverte.


¿Así? Eso debía significar algo. Pero ¿qué?. Piensa, piensa.. Rápido. ¿Por qué habré tenido que elegir esta cola?
Mientras algunos detrás de mí se empiezan a cambiar de confesionario. Hay un pequeño altercado porque un listo intenta colarse durante el cambio.

Padre, si usted me ayuda... Quizás...

¿Qué paso el otro día en el tránsito de septimo?



Uy, uy. Hace dos años por lo menos que no paso por allí.
Este tío se está confundiendo de persona.

No lo se, padre.

Alguien había perdido un boligrafo BIC. Yo lo encontré tirado en el pasillo, y lo coloqué encima de un radiador por si su dueño volvía sobre sus pasos para recuperarlo. Al poco rato pasaste tu y cogiste el boligrafo, que no era tuyo.

Ahora empezaba a estar seguro de que el pater tampoco había estado en el transito de septimo desde hace una pila de años. ¡Maldita sea mi estampa! Había dado con un cura senil. ¿Por qué no podía ser mío el dichoso boli BIC?

Padre, le aseguro que yo no he sido. Es decir, me está confundiendo con otro alumno...

Mientras mantengas esa actitud no puedo absolverte porque no estas confesando todos tus pecados. Claro que eras tu, me acuerdo perfectamente de tu cara.

Aquello se estaba pasando de castaño oscuro, pero al fin y al cabo ¿que mas daba confesar pecados inventados por uno mismo o inventados por el confesor? Le miré a los ojos, y era evidente que el cura la estaba gozando. Se sentîa útil de nuevo, seguramente. Así que concedí.

Me acuso de coger un boli BIC que no era mío de encima de un radiador del transito de séptimo.

El cura me miró con expresión de triunfo y continuó.

Ego te absolvo...a peccatis tuis ...in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Tengo que imponerte una penitencia mayor, para que la proxima vez el pesar por las ofensas sea completa. Has negado tres veces el pecado, como Pedro.

Como Pedro, de piedra, me quedé. Veintitantos años después, encontrarme en medio de una confesión general seguía teniendo su aquel.
Este condenado viejo sabía como conmover las entrañas del personal. El viaje había hecho escala en mi pasado. Qué otras estaciones iba a visitar este viaje?

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